Para los japoneses el Fujiyama es el compendio de todas las bellezas; los poetas lo citan en sus mejores composiciones y los pintores se deleitan reproduciéndolo en sus dibujos y pinturas.
Nunca puede olvidarse la impresión tan honda de belleza, de algo fantástico, de algo sobrenatural experimentada al contemplarlo por primera vez. Yérguese altivo, aislado, único, señero, sin el cortejo de satélites de montículos que mermen la grandiosidad de su altura, con toda su soberana majestad, imponente y magnífico, bello de toda belleza, mostrando su suave tinte gris azulado, coronado de nieves perennes, que en invierno descienden hasta la mitad de su altura y en verano semejan puñados de hojas de loto derramadas en su cima coronada por el tenue airón de vapores, cual si se quemase incienso en sus recónditas entrañas en honor a todos los dioses fundadores de las encantadas islas del Japón.
Durante el verano se establecen en el Fujiyama oficinas de correos que llegan hasta la tercera etapa; pero deslizado ya septiembre, el frío es tan intenso, que impide toda permanencia en la sagrada montaña.
Los peregrinos van acompañados de bonzos, caballeros en acémilas, mientras la topografía del gigante lo permite ; después avanzan todos a pie, reunidos, rezando las oraciones que el sacerdote inicia, subiendo las ásperas pendientes poco a poco, auxiliándose con el apoyo de una larga pértiga por el estilo de los herrados alpenstocks europeos.
Aquel que desee llevarse como recuerdo — y lo desean todos — un puñado de tierra de la montaña sagrada, tiene que ir provisto de otra cantidad igual de la misma materia, tomada de la base, substituyendo una por otra al llegar a la cumbre. Si alguien quebranta la rigidez de este justo pacto entre la montaña y el hombre, no tarda en recibir de los dioses el adecuado castigo, pues se extraviará en el camino y nunca más podrá volver a hallarlo.
Son tantas las peregrinaciones, que durante el año son centenares de miles de hombres los que suben a lo sumo del Fujiyama. Sin embargo, durante las incontables centurias de años no se ha alterado en nada la línea del monte, conservando su inmutable silueta, pues la creencia popular afirma que toda la tierra que bajo la presión de la planta humana rueda desde la cumbre a la falda, torna, durante la noche, a subir por sí sola desde la falda a la cumbre, ocupando el mismo lugar del que fue arrancada. De este modo cuidan los dioses de que en el transcurso de los siglos no pierda el sagrado volcán su hermosura soberana.
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